miércoles, 7 de noviembre de 2012

Espejos rotos.

Desenterrando los instantes precendentes al llanto, a la sonrisa y al bloqueo de unos labios tensos, muertos del miedo y a punto de gritarte, como las canciones que no entiendes, como los cruces que te saltas de madrugada de vuelta a casa o a la rutina, con el cielo aún oscuro despertando de su asombro, de una noche de estrellas artificiales que se ven desde las nubes, de las luces de una ciudad que nunca duerme, insomnes bailarines en calcetines y semidesnudos de preocupaciones y de dudas.

Debimos vivirlo así, y despertar en la terraza de una casa sin relojes y sin alarmas que despierten la consciencia, ser conscientes de que nada de aquello era eterno y pensar que ese magnífico momento entre el café y el quinto beso sería otro error, otro arrepentimiento y otras ganas de venir y verme, en segunda persona y alejarme de ti, tirando fuerte de mis brazos y arrastrandome las piernas, bajando esa escalera eterna, espiral eterna que nos baje al mundo desde aquella parcela del desconocimiento y felicidad, vacía de inseguridades pero llena de apariencias, dislocar las emociones y desconectar los sentimientos de un motor semiapagado que bombea y que hace ruido, demasiado ruido cuando intento buscar la lógica de todo y retumba en este fondo vacío, creando el eco. Gritando.

Aqui estamos, entre la agonía y la pasión de vernos como en marcos de cuadros de antaño, de oro y tallados por el mejor escultor, el guión mejor escrito por la mejor pluma en la mejor mano, de algún loco crítico responsable de nuestra imagen que se olvidó de nosotros y nos empujó a la deriva de un barco de papel escrito, en blanco.

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