Quizá no debimos conocernos, al igual que no debí llorar al girarme en aquella estación de metro en la que nevaba indiferencia, cuando me derrumbé por el temor y la impotencia y porque me pierde mi boca y el hablar sin pensar y sólo uno de los cientos de los miles de millones de autómatas que caminaban a mi lado me sostuvo en el aire y apartó el pelo de mi rostro para preguntarme que me ocurría y porqué derrumbarme por algo tan banal, pero quizá no carecía tanto de importancia y aquello iba a costarme más que construir una galaxia de diamantes y me iba a pesar más que un cielo de plomo, hoy me pregunto muchas cosas, ¿dónde estaba yo y mi sentido común?, o a lo que llamo ahora sentido comun es miedo.
No debiste haberme hablado, o haberte hablado yo, o habernos contestado y habernos conocido aunque sea de lejos, lo poco que sabemos del otro es suficiente como para prometer castillos de hielo bajo un sol de agosto, he perdido el norte y no sé como salir de este laberindo de paredes a media altura, de esta agonía, de esta melodía eterna y repetitiva en mi cabeza, de los gritos frente al espejo, de romper los hielos contra el suelo, de caer al suelo, de no poder mirar a mis propios ojos, cómo voy a seguir fingiendo una sonrisa que no se sostiene si lo que quiero es alejarme del horizonte más allá de las metas de llegada de quienes se proponen ser útiles y pragmáticos vividores.
Yo, que me pregunto el por qué de todo, no encuentro respuesta de nada, me quedo sola, sin nadie, y vuelvo a empezar en este bucle infinito de diálogos conmigo misma y con mis copas de agua salada para estos labios con heridas.
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