viernes, 9 de noviembre de 2012

Heridas en los labios.

Quizá no debimos conocernos, al igual que no debí llorar al girarme en aquella estación de metro en la que nevaba indiferencia, cuando me derrumbé por el temor y la impotencia y porque me pierde mi boca y el hablar sin pensar y sólo uno de los cientos de los miles de millones de autómatas que caminaban a mi lado me sostuvo en el aire y apartó el pelo de mi rostro para preguntarme que me ocurría y porqué derrumbarme por algo tan banal, pero quizá no carecía tanto de importancia y aquello iba a costarme más que construir una galaxia de diamantes y me iba a pesar más que un cielo de plomo, hoy me pregunto muchas cosas, ¿dónde estaba yo y mi sentido común?, o a lo que llamo ahora sentido comun es miedo.

No debiste haberme hablado, o haberte hablado yo, o habernos contestado y habernos conocido aunque sea de lejos, lo poco que sabemos del otro es suficiente como para prometer castillos de hielo bajo un sol de agosto, he perdido el norte y no sé como salir de este laberindo de paredes a media altura, de esta agonía, de esta melodía eterna y repetitiva en mi cabeza, de los gritos frente al espejo, de romper los hielos contra el suelo, de caer al suelo, de no poder mirar a mis propios ojos, cómo voy a seguir fingiendo una sonrisa que no se sostiene si lo que quiero es alejarme del horizonte más allá de las metas de llegada de quienes se proponen ser útiles y pragmáticos vividores.

Yo, que me pregunto el por qué de todo, no encuentro respuesta de nada, me quedo sola, sin nadie, y vuelvo a empezar en este bucle infinito de diálogos conmigo misma y con mis copas de agua salada para estos labios con heridas.

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